Unos sostienen que solo se trata de entretenimiento, un pasatiempo que, además, resta tiempo de otras actividades más importantes; otros creen que se trata de una forma diferente de educar, con un potencial sin precedentes del que solo se ha visto la punta del iceberg.
Imagínense por un momento qué hubiera ocurrido si no hubiésemos contado con soluciones digitales durante los periodos de confinamiento debido a la COVID-19. El impacto a nivel social, político, laboral, económico y educativo hubiera sido peor de lo que ya es, y podríamos afirmar sin miedo a equivocarnos que hubiéramos tardado muchos más años en recuperarnos de lo que, a priori, nos va a costar. Quién lo iba a decir, pero parece que esa adaptación tecnológica que habíamos estado implementando en nuestro modo de vida durante los últimos años venía a prepararnos para una situación como la que hemos vivido recientemente.
La pandemia de la Covid-19 está siendo uno de los retos más complicados a los que nos hemos enfrentado como sociedad, una situación sin precedentes en nuestra historia reciente que está acrecentando muchos de los problemas a los que intentábamos poner solución y que ahora se han quedado relegados a uno segundo plano.
Desde su paso por el Congreso el pasado junio, el proyecto de ley orgánica educativa que lidera la ministra Isabel Celaá ha sido objeto de controversia y ha conseguido dividir a la comunidad educativa de nuevo. Y decimos de nuevo porque no es la primera vez que una iniciativa de este calado levanta suspicacias tanto en los sectores sociales como en la esfera política.